En Rengo hay un nombre que suena como silbato antes del puntapié inicial. Él está en cada cancha, en cada grito, en cada foto que inmortaliza una jugada de barrio como si fuera final de Mundial.
Mauricio Pérez Hermosilla, aunque el mundo futbolero lo conoce por su apodo de guerra: Manita. Y con el tiempo nació su programa deportivo, Manita Deportes, y con el tiempo dejó de ser un nombre. Se volvió una marca de amor por el fútbol, una huella que pisa fuerte en todas las canchas de la región.
Desde niño, Manita estuvo ahí. Con los pies embarrados, las rodillas raspadas y la vista clavada en la pelota como si fuera una estrella lejana que, de algún modo, podía alcanzarse. No necesitó escuela de talentos ni academias de elite. Aprendió a amar el fútbol entre arcos hechos con piedras, con balones remendados que picaban extraño y goles que se gritaban como si fueran eternos. Su infancia fue un desfile de partidos en potreros donde las líneas no estaban pintadas, pero el corazón marcaba la cancha.
No hizo carrera en estadios internacionales ni firmó contratos con grandes medios. No lo necesitaba. Su vocación siempre fue otra: estar donde nadie más quiere estar, contar lo que nadie más cuenta. Esos partidos de domingo en canchas polvorientas, los goles de un Sub-13 que no saldrán en la prensa nacional, los abrazos silenciosos tras un empate que sabe a victoria.
Manita no narra goles. Los vive, los anota, los fotografía, los convierte en memoria. Es reportero de alma y de calle, cronista de los rincones donde el fútbol todavía es juego, sudor y fe.
Con los años, su pasión se volvió contagiosa. Formó un equipo. Uno que, como él, no le teme al barro ni a la lluvia. Jóvenes y veteranos que aprenden de su ejemplo: constancia, respeto, humildad. Y sobre todo, amor verdadero por el deporte, sin maquillaje ni filtro.
Hoy, Manita Deportes es un testimonio de esfuerzo. Cubren desde el profesionalismo hasta la liga rural. Con cada historia que publican, con cada foto, con cada crónica, levantan el corazón de un pueblo que respira fútbol.
A veces llega en su auto cargado de equipos, otras simplemente con su celular y su cuaderno. Siempre atento, siempre dispuesto. Porque no importa el medio, lo que importa es la mirada. Y la de Manita ve lo que otros no ven: las lágrimas del perdedor noble, el orgullo en los ojos de un joven que debutó, la hinchada pequeña que canta como si jugara la selección.
Manita no busca fama. Su recompensa es otra: ver cómo un niño sonríe cuando se ve en una publicación, cómo un equipo amateur se siente importante porque alguien contó su historia.
Y cuando algún día el tiempo lo obligue a guardar sus cámaras, quedará su legado. Porque el fútbol renguino tiene memoria, y en ella estará siempre él: Manita, el reportero que convirtió su vida en una crónica de amor por la cancha.
ROBERTO MADARIAGA GUENTECURA